viernes, 4 de mayo de 2007

EL CREPUSCULO CELTA Y LA ROSA SECRETA

LOS INCANSABLES

Uno de los grandes problemas de la vida es que no podemos tener ninguna emoción pura. Siempre hay en nuestro enemigo algo que nos gusta, y en nuestro amor algo que nos desagrada. Es este enredo químico lo que nos hace viejos, y nos arruga la frente y hace más profundos los surcos de nuestros ojos. Si fuéramos capaces de amar y odiar con tan buen corazón como los Sidhe, podríamos volvernos tan longevos como ellos. Pero hasta que llegue ese día sus incansables gozos y pesares siempre habrán de constituir la mitad de su fascinación. En ellos jamás se agota el amor, y las órbitas de los astros no pueden rendir a sus pies danzantes. Los campesinos de Donegal se acuerdan de esto cuando se doblan sobre la pala, o se sientan junto a la criba, al anochecer, absortos en la pesadez de los campos, y cuentan historias sobre lo que no se puede olvidar. Hace poco tiempo, dicen, dos criaturas de pequeño tamaño, la una igual que un joven, la otra igual que una joven, se introdujeron en casa de un granjero, y se pasaron la noche deshollinando el hogar y limpiándolo todo. A la noche siguiente volvieron, y, mientras el granjero estaba fuera, metieron todos los muebles en una habitación del piso de arriba, y, tras ponerlos en círculo pegados a las paredes, al parecer para mayor grandiosidad, se pusieron a bailar. Bailaron y bailaron, y pasaron días y más días, y todo el paisanaje los venía a ver, pero sus pies seguían sin sentir cansancio en ningún momento. El granjero no se atrevía a vivir en la casa mientras tanto; y al cabo de tres meses decidió poner término a la situación, y fue y les dijo que iba a venir el cura. Al oír esto, las pequeñas criaturas se volvieron a su país, y en él su alegría durará mientras las puntas de los juncos sigan siendo marrones, dice la gente, y esto es hasta que Dios abrase el mundo con un beso.
Pero no son solamente los Shide los que conocen días inagotables, porque ha habido hombres y mujeres que, al caer bajo el hechizo de aquéllos, han alcanzado, tal vez de derecho, y en virtud de sus espíritus de origen divino, una abundancia de vida y de sentimiento que incluso supera a la de los duendes. Hace mucho tiempo nació una de esas mortales en una aldea del sur de Irlanda. Estaba en la cuna dormida, con su madre meciéndola al lado, cuando entró una mujer de los Shide y dijo que la niña había sido elegida como novia del príncipe del reino borroso, pero que, como en ningún caso sería conveniente que la mujer de éste envejeciera y muriese mientras él todavía siguiera en el ardor inicial del amor, se la dotaría de una vida feérica. La madre tenía que sacar del fuego el tronco al rojo vivo y enterrarlo en el jardín, y su hija viviría en tanto el tronco permaneciera sin consumirse. La madre lo enterró, y la niña creció, se convirtió en una beldad, y se casó con el príncipe, que iba a verla al anochecer. Al cabo de setecientos años el príncipe murió, y otro príncipe reinó en su lugar y se casó a su vez con la hermosa campesina; y al cabo de otros setecientos años también murió, y vino otro príncipe y otro marido en su lugar, y así hasta que la joven hubo tenido siete maridos. Por fin un día el cura de la parroquia fue a visitarla, y le dijo que era un escándalo para toda la vecindad, con sus siete maridos y su larga vida. Ella dijo que lo sentía mucho, pero que no tenía la culpa, y entonces le habló del tronco, y el cura salió sin perder tiempo y estuvo cavando hasta que lo encontró, y entonces lo quemaron, y ella murió, y recibió cristiana sepultura, y todo el mundo quedó contento. Otra de esas mortales fue Clooth-na-Bare, que recorrió el mundo entero buscando un lago lo bastante profundo para ahogar su existencia feérica, de la que se había cansado, saltando de colina en lago y de lago en colina, y poniendo un montón de piedras como señal allí donde sus pies se posaran, hasta que por fin halló las aguas mas profundas del mundo en el pequeño Lough Ia, que está en Sligo, en la cima de la Montaña de las Aves.
Las dos pequeñas criaturas bien pueden seguir aún bailando; y la mujer del tronco y Clooth-na-Bare dormir en paz, pues han conocido el odio sin trabas y el amor sin mezcla, y nunca se han fatigado con un “sí” y un “no”, ni han visto sus pies enredados en la triste red del “quizá” y el “tal vez”. Los grandes vientos vinieron y los incorporaron a su propia esencia.

El crepúsculo celta
W.B. Yeats

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